A veces hay que ser menos impulsivo y escuchar a la experiencia, porque cuando Forlati guarda silencio y recomienda Pinedo, probablemente quiera decir algo más allá de que el arros bomba amb carranc de la Creu de la Conca es jugar sobre seguro. València és gran, llarga com una llonganisa. Los rincones más traicioneros aguardan tras la apariencia más plácida. En la pedanía de El Palmar, sin ir más lejos.
Allí que nos encaminamos el amigo Ricardo, Vincenzo Vucciria y muà, dispuestos a pasar una apacible jornada lejos de humos y del sky line de Calatrava; a chuparle a la vida un martes los momentos de tranquilidad que nos roba los domingos, a darnos un homenaje en la misma mesa donde los empresarios indígenas del gintónic de Larios se esconden para cerrar las compraventas de solares con futuro.
La jornada empieza bien. La cubana de formas contundentes que nos recibe en La Isla nos recuerda a Ndiane Mboma, al tancat de Juan Lloris y a la media hora en que l’oncle Granero vio lo que no sabía que existía en la divertida Societat Limitada. Ferran Torrent nos lleva a esa raza de empresarios valencianos y todo acaba inevitablemente en torno a la vida del VCF y a los problemas de la profesión.
Tras los postres, ya resuelto el mundo, hay que comenzar la tarde reconciliándose con el país. Paseíto a la vora del canal. Definitivamente, el mundo se ha detenido. Un palleter labora a la fresca en la puerta de un taller con barracas de barro a la venta; más allá, un pescador pone orden a sus redes, y, al fondo, unos patitos siguen a su madre al cruzar la calle mientras a Vincenzo se le humedece la mirada. Todo es perfecto, bucólico. Llega el momento de partir y entonces...
El puto Ford Fiesta rojo de apenas dos años no arranca, sin señales de vida ni lucecitas en el salpicadero, completamente off. Nadie tiene pinzas, eso va a ser de la electrónica, dice Ricardo; eso es esperar, me pasó igualito con un Fiesta ayer, apunta un lugareño… y el lugar que comienza a ser hostil y el sol deja de ser bella luz sobre azul albufera infinito y los chorritones de sudor empapando la camisa.
Treinta minutos de espera a un taxi para Ricando y Vicè. Llega a la plaza de la Sequiota y el coche recibe a Ricardo con un cabezazo. Uy cómo sudo, ah no es un chorritón de sangre que me he abierto la ceja ¿tiene una caja de clínex?
Diez minutos después aparece la grúa. Club Mapfre, nada de grasa, la chapa reluce. Apretón de manos. No arranca, debe ser la electrónica, anoto como un gilipollas, y pienso en el daño que ha hecho a este país la F1. Anda métete en el coche y acelera, dice el gruísta.
Resucita la batería, pero advierte: derechito al taller, no pares el motor, si ocurre algo llámanos. Pedazo de hijoputa. No debe de saber lo que les pasa a los torpes como a mí en la carretera del Saler, los problemas con el paro-arranco-paro-arranco. Todo va bien, pero un motorista ha dejado su cacharro de 600 cc despatarrado en el asfalto vaciando su depósito de gasolina y ha salido volando por las cañas. Ocho personas saltan corriendo de los coches y se ponen a buscarlo entre los arbustos; yo tengo otros problemas, como seguir acelerando.
El coche se para. Maldigo, y por el retrovisor asoma la caja roja de la grúa. El diablo sobre ruedas, pienso. Y bajo corriendo como una loca. Esta vez me llevas, ¿no? Me enchufa de nuevo y me envía camino a la civilización por la carretera de Alfafar, porque la que lleva a Valencia sigue cortada y la gente busca a un motorista.
Acelero y acelero y pienso en lo divertido que sería que se parase el coche, con cinco kilómetros de arrozales a la redonda. Aparecen de nuevo las farolas y los ladrillos. Alfafar. El coche se aturulla y, bendito sea, Norauto a 50 metros.
Creo que es de la electrónica. 99 euros. Corte lo que tenga que cortar.
Allí estoy, de paseo por el New Jersey de l’Horta Sud: superficies y más superficies, sprinters, hollywoods, conforamas,… Una gozada. Acabo comprándome una raqueta de frontón Montana de palo (a mí los gafapasta no me dan lecciones de retro). Me hago fuerte en la elegante terraza de un Burguer King, recupero mi coche y abandono l’Horta Sud con la misma cara con que Homer sale de Manhattan cuando anochece.
A mí no me vuelven a pillar. Xàbia parece tranquila, confortable, nada sospechosa… Conducen ustedes.
Allí que nos encaminamos el amigo Ricardo, Vincenzo Vucciria y muà, dispuestos a pasar una apacible jornada lejos de humos y del sky line de Calatrava; a chuparle a la vida un martes los momentos de tranquilidad que nos roba los domingos, a darnos un homenaje en la misma mesa donde los empresarios indígenas del gintónic de Larios se esconden para cerrar las compraventas de solares con futuro.
La jornada empieza bien. La cubana de formas contundentes que nos recibe en La Isla nos recuerda a Ndiane Mboma, al tancat de Juan Lloris y a la media hora en que l’oncle Granero vio lo que no sabía que existía en la divertida Societat Limitada. Ferran Torrent nos lleva a esa raza de empresarios valencianos y todo acaba inevitablemente en torno a la vida del VCF y a los problemas de la profesión.
Tras los postres, ya resuelto el mundo, hay que comenzar la tarde reconciliándose con el país. Paseíto a la vora del canal. Definitivamente, el mundo se ha detenido. Un palleter labora a la fresca en la puerta de un taller con barracas de barro a la venta; más allá, un pescador pone orden a sus redes, y, al fondo, unos patitos siguen a su madre al cruzar la calle mientras a Vincenzo se le humedece la mirada. Todo es perfecto, bucólico. Llega el momento de partir y entonces...
El puto Ford Fiesta rojo de apenas dos años no arranca, sin señales de vida ni lucecitas en el salpicadero, completamente off. Nadie tiene pinzas, eso va a ser de la electrónica, dice Ricardo; eso es esperar, me pasó igualito con un Fiesta ayer, apunta un lugareño… y el lugar que comienza a ser hostil y el sol deja de ser bella luz sobre azul albufera infinito y los chorritones de sudor empapando la camisa.
Treinta minutos de espera a un taxi para Ricando y Vicè. Llega a la plaza de la Sequiota y el coche recibe a Ricardo con un cabezazo. Uy cómo sudo, ah no es un chorritón de sangre que me he abierto la ceja ¿tiene una caja de clínex?
Diez minutos después aparece la grúa. Club Mapfre, nada de grasa, la chapa reluce. Apretón de manos. No arranca, debe ser la electrónica, anoto como un gilipollas, y pienso en el daño que ha hecho a este país la F1. Anda métete en el coche y acelera, dice el gruísta.
Resucita la batería, pero advierte: derechito al taller, no pares el motor, si ocurre algo llámanos. Pedazo de hijoputa. No debe de saber lo que les pasa a los torpes como a mí en la carretera del Saler, los problemas con el paro-arranco-paro-arranco. Todo va bien, pero un motorista ha dejado su cacharro de 600 cc despatarrado en el asfalto vaciando su depósito de gasolina y ha salido volando por las cañas. Ocho personas saltan corriendo de los coches y se ponen a buscarlo entre los arbustos; yo tengo otros problemas, como seguir acelerando.
El coche se para. Maldigo, y por el retrovisor asoma la caja roja de la grúa. El diablo sobre ruedas, pienso. Y bajo corriendo como una loca. Esta vez me llevas, ¿no? Me enchufa de nuevo y me envía camino a la civilización por la carretera de Alfafar, porque la que lleva a Valencia sigue cortada y la gente busca a un motorista.
Acelero y acelero y pienso en lo divertido que sería que se parase el coche, con cinco kilómetros de arrozales a la redonda. Aparecen de nuevo las farolas y los ladrillos. Alfafar. El coche se aturulla y, bendito sea, Norauto a 50 metros.
Creo que es de la electrónica. 99 euros. Corte lo que tenga que cortar.
Allí estoy, de paseo por el New Jersey de l’Horta Sud: superficies y más superficies, sprinters, hollywoods, conforamas,… Una gozada. Acabo comprándome una raqueta de frontón Montana de palo (a mí los gafapasta no me dan lecciones de retro). Me hago fuerte en la elegante terraza de un Burguer King, recupero mi coche y abandono l’Horta Sud con la misma cara con que Homer sale de Manhattan cuando anochece.
A mí no me vuelven a pillar. Xàbia parece tranquila, confortable, nada sospechosa… Conducen ustedes.